Tu último suspiro me dio la vida,
Con la tinta de tus venas
escribiré mi Historia
Tu cuerpo, hecho de tierra
y de amor hecho,
es el sustento de todos
los pueblos
Salvador es tu nombre
y tu destino es
Salvador.
Dedicado a Salvador Allende. Tu muerte no fue en vano. Gritaré tu nombre hasta que me quede sin voz.
Translate
lunes, 26 de mayo de 2014
jueves, 15 de mayo de 2014
Una salida.
En los últimos meses me he visto buceando en aguas frías, profundas y
oscuras. Muy oscuras. Como una brújula sin norte al que apuntar, he ido de un lado a otro anhelando un rayo de sol, una luz, cualquier cosa que me indicara que estaba yendo en dirección correcta hacia una salida, hacia mares cálidos en los que poder vivir con
otros peces semejantes a mí.
Esta situación comenzó hace algunos años, cuando, en lugar de nadar
contracorriente como había hecho siempre, me dejé llevar por la comodidad y
seguridad que te ofrece el flujo del río. Un flujo que con el paso del tiempo,
y sin yo apenas darme cuenta, se convertiría en un torrente contra el que no
había lucha posible. Remolinos y volteretas; y más volteretas y más remolinos.
Un sinfín de giros me hicieron perder la noción del tiempo y del espacio.
Acabé, como os he dicho, en unas aguas frías, profundas y oscuras,
llenas de peces que pondrían las escamas de punta al más valiente. Seres sin
ojos, con unos dientes afilados como cuchillas, ávidos de pececitos pequeños y
coloridos como yo.
Así pasé el último medio año, a ciegas, en una continua lucha por la supervivencia.
Una mañana cualquiera, de un mes cualquiera, buceando sin rumbo pero con
esperanza, encontré por fin lo que tanto añoraba.
En las profundidades de los mares puedes dar con cualquier cosa,
sobretodo barcos hundidos. Este era uno muy grande, de un solo piso y hecho de madera, casi
toda podrida por el paso del tiempo. Decidí entrar para ver si encontraba algo
que me fuera de utilidad, por ejemplo, un rinconcito donde poder dormir
cómodamente sin la amenaza de depredadores. Inspeccionando, me fijé que al
final del pasillo había una habitación. Tenía la puerta entornada, y de ella salía una luz blanquecina apenas perceptible. Hipnotizada por lo que podría ser aquel resplandor, me dirigí hacia la estancia. Al cruzar la puerta comencé a llorar como no lo había hecho antes, conmovida por lo que tenía ante mis ojos: era mi propio reflejo. Un reflejo empañado de lágrimas que parecían pequeños diamantes, irradiando, así, toda la habitación.
Por fin lo había comprendido: esa luz que llevaba tanto tiempo buscando jamás la encontraría fuera... porque no era ahí donde estaba.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)