Es
la hora. Recogemos nuestras cosas, rápida y atropelladamente. Por
fin, después de un duro día lectivo, podemos olvidarnos de aquellas mesas incómodas que te estrangulan las piernas, de aquellas cristaleras interminables que no hacen sino recordarte que estás en una burbuja, alejado de toda realidad. Risas,
gritos...escándalo. Nos comentamos la
jugada, las hazañas de nuestros profesores, los trabajos que tenemos que
hacer pero que nunca terminamos. Aprovechando la
efervescencia cerebral hacemos bromas de una impecable elaboración sobre cualquier tema. Salimos por la puerta principal y nos dirigimos a la
estación ferroviaria: ahora llega ese momento en el que el mismo
compañero una vez más, y día tras día, se detiene porque no encuentra el billete. El resto espera, retrasando así la llegada a casa. Ya en el andén un panel indica el tiempo que nos queda antes de que el hoy se convierta en el ayer. Por fin, un tren llamado deseo, el que nos conducirá a nuestros hogares, aparece.
Se para. De nuevo, nos ha tocado entre dos vagones.
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